domingo, 15 de diciembre de 2013

Memento mori

Querido Labressieur:


El libro de las oportunidades perdidas es un diario quejumbroso que guardamos en lo más profundo y oscuro del trastero, cuya mirada evitamos como a Medusa, cuyo susurro nos desvela en mitad de la noche y su peso nos ahoga como el anillo único. Y aunque nadie lo pidió como regalo en ninguna ocasión o aniversario, ni lo adquirió como suvenir en ningún viaje, es nuestro por derecho y nos acompaña allá dónde vayamos.

Y aunque no nos fuera la vida en ninguna de sus anotaciones, aunque no son estas que hubieran de haber determinado nuestro destino en lo universal (esas las dejamos para el libro de me cago en mi puta vida) son sin duda las que recordaremos con mayor pesar en nuestro lecho de muerte, justo cuando antes de exhalar nuestro último aliento requiramos un oído amigo para confesar, para subrayar una vez más lo que también él sabe, que tendríamos que habérnosla follado.

Y todos tenemos una opera magna a la que acudir en tertulias de café, cuando el recuerdo es tan laxo que dejamos que su idealización vaya añadiendo cada vez elementos que en su momento pasaron desapercibidos o directamente no fueron, cuando la memoria traslada al pasado  apreciaciones, pensamientos y pareceres que nunca tuvimos, haciendo de ese instante de té y pastas un sueño lúcido, y así ir construyendo poco a poco la magnitud exacta de la oportunidad perdida, esa que nos hubiera encumbrado en los anales de la anécdota, elevado al estrellato del rock en el imaginario colectivo de las amistades, que hubiera dado contenido y forma a nuestras conferencias alrededor del mundo, que en definitiva nos hubiera precedido siempre y presentado ante cualquiera como el tipo que….

¡Ah, querido Labressieur!, lo que hubiera dado en aquel momento por entender la trascendencia de mi pereza, por haber comprendido que, en palabras de Wilde, tampoco hay momento grande o pequeño y que todos tienen la misma importancia, por haber advertido que no hacía falta prueba alguna, que mi sola palabra hubiera sido suficiente y haber acometido con entereza y determinación lúdicas mi obra maestra, mi corazón de las tinieblas, mi orgullo y prejuicio, mi guardián entre el centeno, mi guerra y paz, mi divina comedia, en definitiva, haber legado a la posteridad mi versión legen-daria del  hombre desnudo.


Sin otro particular


Casey Rossfield

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